Alter Ego
Esta es una de mis favoritas. Comprenderá usted la razón.
Cuando escribí esto la micro sí costaba ciento diez pesos.
Todo comenzó cerca de las ocho cuarenta y siete de la mañana, cuando desperté y hacían diez y siete minutos desde que yo “estaba en clases”. Hacía un poco de frío, así que no me bañé. Me vestí, tomé desayuno tranquilamente y fui a esperar la micro. A las nueve treinta estaba entrando a la clase. Los veinte minutos se pasaron rápido, le dije a un compañero. ¿Veinte? me dijo él. Fueron diez. Consulté otros dos relojes y comprobé que el mío estaba atrasado en diez minutos.
El módulo siguiente me tocaba en la oficina del centro de estudiantes. Puse una canción de Madonna, a un volumen casi indecente. Estaba escribiendo en el computador y pensando en la canción cuando alguien me dijo “Disculpa…”. Era el presidente de al lado. Me pidió una cuchara y le ofrecí un café. Escuchar a Madonna siempre me ha dado personalidad. Se sentó en el sillón grande mientras el agua hervía y, después de cerrar la puerta, me senté a su lado. (El cerrar la puerta fue un acto más bien simbólico, pues todos los que hayan pasado por la oficina pueden comprobar que, visualmente, no esconde nada). Nos pusimos a hablar de la vida, de los estudios, de los problemas políticos de la universidad… y de pronto, estábamos ahí, frente a frente. Luego de pensarlo largos cero coma siete segundos, le di un beso. Cuando creí que todo mejoraría, me preguntó por el agua. Me paré y apreté el botón para que hirviera. Volví al computador y él se quedó sentado donde mismo. ¿Habrá notado que no me bañé?
El resto del día tuve las típicas clases. La última era con esa profesora nueva. Hace unos días se había excusado por algunas críticas que le habían llegado respecto a su clase. Estábamos tratando de entender su idiolecto cuando alguien preguntó una cosa y ella se complicó para responder otra. Luego, una compañera pidió la palabra y ella la interrumpió sin dejarla terminar. Entonces, pedí la palabra. “Mire… si usted me dice que el lenguaje no es importante porque su clase no es de lenguaje, está equivocada. Porque si usted piensa para sí misma, la vecina canto y hay alguno otros escritores de su gusto, la verdad es que… ¡sí! ¡Nos cuesta concentrarnos y entenderla!”. Salí de la sala y me tiré en el pasto a fumar. Un cigarro.
Volví a la oficina del centro de estudiantes y lo vi de nuevo. Cuando chocaron nuestros ojos, los dos los bajamos. Un rato después, su polola lo abrazaba casi ahogándolo. Me conecté a Messenger y encontré en línea a una amiga y al ex de otra. En eso sonó el teléfono y contesté. Era para mí. La profesora, que desde luego sabía que yo era del centro de estudiantes, me pedía que fuera a hablar a su oficina. Sí, sí, ya voy… obviamente no pensaba ir. Tomé mis cosas, iba saliendo y choqué con la polola del presidente de al lado. Se rió y me pidió disculpas. Hice lo mismo. Camino a la micro, estaba el profesor de los diez minutos de clases. No me dijo nada. Miró su reloj y siguió caminando. Por suerte mi micro pasó pronto. Le mostré el pase al micrero y no me dio boleto. Cuando se lo exigí, no me dijo nada.
- Ya pues, páseme el boleto. Por favor… es su deber… ¿no ve mi pase? ¡Y tiene el sello de este año!
Me aburrí y me bajé de la micro, perdiendo mis ciento diez pesos de pasada. Habíamos avanzado una cuadra. Como justo le tocó la luz roja, le di mi último mensaje…
- ¡Viejo culiao, métete el boleto por la raja, quédate con la gamba, si queri te tiro otra, micrero del orto, son todos unos maricones, juran que llevan animales, pero no, somos personas, y se aprovechan de los estudiantes, como si fuéramos millonarios, resentido social! ¡Viejo culiaoooooo!
Detrás de la micro, venía en su auto “el presidente”, quien había escuchado todo mi discurso.
- ¿Con esa boquita come pan y le da besitos a su mamá? Se rió. ¿Te llevo? me preguntó.
Caminé los cuarenta minutos que había hasta mi casa.
Cuando escribí esto la micro sí costaba ciento diez pesos.
Todo comenzó cerca de las ocho cuarenta y siete de la mañana, cuando desperté y hacían diez y siete minutos desde que yo “estaba en clases”. Hacía un poco de frío, así que no me bañé. Me vestí, tomé desayuno tranquilamente y fui a esperar la micro. A las nueve treinta estaba entrando a la clase. Los veinte minutos se pasaron rápido, le dije a un compañero. ¿Veinte? me dijo él. Fueron diez. Consulté otros dos relojes y comprobé que el mío estaba atrasado en diez minutos.
El módulo siguiente me tocaba en la oficina del centro de estudiantes. Puse una canción de Madonna, a un volumen casi indecente. Estaba escribiendo en el computador y pensando en la canción cuando alguien me dijo “Disculpa…”. Era el presidente de al lado. Me pidió una cuchara y le ofrecí un café. Escuchar a Madonna siempre me ha dado personalidad. Se sentó en el sillón grande mientras el agua hervía y, después de cerrar la puerta, me senté a su lado. (El cerrar la puerta fue un acto más bien simbólico, pues todos los que hayan pasado por la oficina pueden comprobar que, visualmente, no esconde nada). Nos pusimos a hablar de la vida, de los estudios, de los problemas políticos de la universidad… y de pronto, estábamos ahí, frente a frente. Luego de pensarlo largos cero coma siete segundos, le di un beso. Cuando creí que todo mejoraría, me preguntó por el agua. Me paré y apreté el botón para que hirviera. Volví al computador y él se quedó sentado donde mismo. ¿Habrá notado que no me bañé?
El resto del día tuve las típicas clases. La última era con esa profesora nueva. Hace unos días se había excusado por algunas críticas que le habían llegado respecto a su clase. Estábamos tratando de entender su idiolecto cuando alguien preguntó una cosa y ella se complicó para responder otra. Luego, una compañera pidió la palabra y ella la interrumpió sin dejarla terminar. Entonces, pedí la palabra. “Mire… si usted me dice que el lenguaje no es importante porque su clase no es de lenguaje, está equivocada. Porque si usted piensa para sí misma, la vecina canto y hay alguno otros escritores de su gusto, la verdad es que… ¡sí! ¡Nos cuesta concentrarnos y entenderla!”. Salí de la sala y me tiré en el pasto a fumar. Un cigarro.
Volví a la oficina del centro de estudiantes y lo vi de nuevo. Cuando chocaron nuestros ojos, los dos los bajamos. Un rato después, su polola lo abrazaba casi ahogándolo. Me conecté a Messenger y encontré en línea a una amiga y al ex de otra. En eso sonó el teléfono y contesté. Era para mí. La profesora, que desde luego sabía que yo era del centro de estudiantes, me pedía que fuera a hablar a su oficina. Sí, sí, ya voy… obviamente no pensaba ir. Tomé mis cosas, iba saliendo y choqué con la polola del presidente de al lado. Se rió y me pidió disculpas. Hice lo mismo. Camino a la micro, estaba el profesor de los diez minutos de clases. No me dijo nada. Miró su reloj y siguió caminando. Por suerte mi micro pasó pronto. Le mostré el pase al micrero y no me dio boleto. Cuando se lo exigí, no me dijo nada.
- Ya pues, páseme el boleto. Por favor… es su deber… ¿no ve mi pase? ¡Y tiene el sello de este año!
Me aburrí y me bajé de la micro, perdiendo mis ciento diez pesos de pasada. Habíamos avanzado una cuadra. Como justo le tocó la luz roja, le di mi último mensaje…
- ¡Viejo culiao, métete el boleto por la raja, quédate con la gamba, si queri te tiro otra, micrero del orto, son todos unos maricones, juran que llevan animales, pero no, somos personas, y se aprovechan de los estudiantes, como si fuéramos millonarios, resentido social! ¡Viejo culiaoooooo!
Detrás de la micro, venía en su auto “el presidente”, quien había escuchado todo mi discurso.
- ¿Con esa boquita come pan y le da besitos a su mamá? Se rió. ¿Te llevo? me preguntó.
Caminé los cuarenta minutos que había hasta mi casa.