11.4.07

Apología de una conducta

Todo fue tan simple como cerrar mis ojos y amanecer junto a ti. Mentira, no todo fue tan simple como cerrar mis ojos y amanecer junto a ti. Aún así no me puse mi mejor vestido, porque preferías mi yo des-vestido, no recé porque no creemos en dioses, ni crucé los dedos porque confiaba en ti. Amor, me pregunto si sabes cómo se sentía la espera.

No todo fue tan fácil como cerrar mis ojos y amanecer junto a ti. Al menos no para mí. Para ti todo calzaba, las horas justas, mi casa entre el lugar de tu entrenamiento y la casa tuya, y tú sabiendo lo mucho que quería verte. En cambio para mí, para mí, Amor, la libertad era total, tenía miles de lugares que visitar, montones de personas que conocer en más profundidad. Pero no, Amor, te elegí a ti. Elegí acomodar cada día a ti. Como si mi mente me hubiera dado otra opción.

Te apuesto, Amor, que dormirnos cada noche no era tan difícil como lo otro que me tocaba vivir a mí. Esas eternas horas en que tú hacías lo tuyo, y yo lo mío. Los segundos rebeldes que debía aprovechar antes de tomar sagradamente mi bus cerca de las cinco, para llegar a casa, prepararme y esperarte. Tú no lo viste, no Amor, pero lo hice cada día –excepto uno, al principio, en que me negué a entregarme y creer tanto en ti—desde el primero en que sólo nos separaron nuestras narices.

Si supieras, Amor, cómo se sienten los minutos antes de verte. Como se sentían, antes de que llegaras en tu auto rojo y tocaras la puerta. Luego yo abría la puerta como sorprendida y me besabas. Después te sentabas en el sofá, para contarme el plan –que yo sabía consistía en ir a tu casa—y esperabas que arreglara mi bolso –que no armaba antes para que si el plan no era ese el trabajo no hubiese sido en vano… otra mentira, no lo armaba para no ser tan obvia.

Por eso, Amor, por la excitación de la espera, cada día cuando llegaba a casa –cinco y media, unos cuarenta y cinco minutos antes que tú—, revisaba mi correo y ponía música, cada día más llorona, cada día más sentimental. Mis pulsaciones pasan de ochenta a noventa y cinco por minuto. Sacaba una cerveza del refrigerador (hasta que tuve esas náuseas por cuatro días) y me fumaba un cigarro (hasta que decidí que era irracional pagar casi cuatro mil pesos por cajetilla) en la terraza y sin cenicero, con la ventana del living abierta para no dejar de escuchar la música. Registraba y relacionaba entonces cada canción con mis días, con tu pronta llegada, con los colores de Auckland, para tener mi propia banda sonora del verano contigo. Mis pulsaciones vuelven a bajar, marcan ochenta y cinco. Botaba la colilla del cigarro, mojada y bien envuelta para que nadie se molestara. Importante fumar a penas llegara, no te gusta el cigarro, y esperaba que en media hora se fueran los rastros de mi vicio. Ya sin el cigarro y dentro de la casa, sacaba la ropa mojada de la lavadora bajo una ventana, (miraba por la ventana) y la seca del colgador, entraba de nuevo a la casa, doblaba la ropa (miraba por la ventana) y la repartía en las tres piezas (menos los calzoncillos, nunca supe cuáles eran de quién). Miraba por la ventana. Miraba al reloj. Seis de la tarde. Mis pulsaciones aumentan a cien. Limpiaba la cocina, mirando por la ventana cada cuatro segundos. Barría el living, y miraba por la ventana, cambiaba la música del computador, miraba por la ventana, acomodaba los cojines, y entraba al baño, no sin antes mirar por la ventana. Salía con mis dientes limpios, y miraba por la ventana. Me perfumaba –y miraba por la ventana, ahora de mi pieza. Mis pulsaciones están sobre cien. Necesitaba descansar. Antes de echarme en el sofá o en mi cama, o sentarme frente al computador, o mirar qué tarea tenía que hacer pero no haría, miraba por la ventana. Como verás, Amor, para mí no todo era tan fácil. El cuello se cansa, la respiración se agita, y la tortura sicológica de quizás no verte eran difíciles de sobrellevar. Cada una por sí sola y todas al mismo tiempo.

Pero Amor, qué espera más dulce era esta, qué placer en hacer cada una de estas cosas, qué alegría saber que estabas ahí, yo sin pedirlo y tú sin prometerlo. Qué bien se sentía cuando llegabas en tu auto rojo y tocabas la puerta que luego yo abría y tú luego me besabas para después sentarte en el sofá y contarme el plan de la noche y esperar que yo estuviera lista para salir. Qué buena era la espera, cuando la promesa eras tú, y yo salía de mi pieza con el bolso hecho, y te encontraba con los ojos cerrados, sentado en el sofá, o de pie practicando tai chi, siempre a contraluz, siempre con las nubes de Auckland de fondo, siempre pasado las seis.

No te extrañes, Amor, de que te cuente esto. Contarte estas humillaciones a mi orgullo de mujer independiente es mi forma de aceptar mi necesidad de otro; es mi forma de decirte gracias por estar ahí y ayudarme a crecer. Darte gracias por domesticarme, Amor, porque aunque en el aeropuerto no dije “¡Ah! … Voy a echarme a llorar”, mis ojos lo hicieron por mí. Porque el tiempo esperándote y el tiempo contigo te hace diferente a todos los demás, porque mirar por la ventana de una cocina ya no es lo mismo, ni el té verde ni el jengibre. Porque bajé un río contigo por cinco días, porque acortaste mis horas, porque me hiciste llorar de felicidad, porque nadie como tú ha mirado mis labios tan fijamente, ni alabado mi pensar, ni llenado mis palabras y silencios de tantos significados y tanto sentido.

Hice lo que hice porque quería que fuera más especial, porque sabía que esto era un semi-sueño, porque la realidad es que seguimos siendo dos centauros, yo a mis veintiuno y tu a tus veintinueve, tú un kiwi y yo una sudaca, porque Santiago no es Auckland y el otoño no es verano, Viena no está a veinte minutos de Santiago y no podemos recorrer esta distancia en tu auto rojo.

Sabes, Amor, ahora que lo pienso mejor, allá todo fue tan simple como cerrar mis ojos y amanecer junto a ti. Lo que realmente es difícil ahora es cerrar mis ojos y luego amanecer sin pensar en ti.

26.10.06

Alter Ego

Esta es una de mis favoritas. Comprenderá usted la razón.
Cuando escribí esto la micro sí costaba ciento diez pesos.

Todo comenzó cerca de las ocho cuarenta y siete de la mañana, cuando desperté y hacían diez y siete minutos desde que yo “estaba en clases”. Hacía un poco de frío, así que no me bañé. Me vestí, tomé desayuno tranquilamente y fui a esperar la micro. A las nueve treinta estaba entrando a la clase. Los veinte minutos se pasaron rápido, le dije a un compañero. ¿Veinte? me dijo él. Fueron diez. Consulté otros dos relojes y comprobé que el mío estaba atrasado en diez minutos.

El módulo siguiente me tocaba en la oficina del centro de estudiantes. Puse una canción de Madonna, a un volumen casi indecente. Estaba escribiendo en el computador y pensando en la canción cuando alguien me dijo “Disculpa…”. Era el presidente de al lado. Me pidió una cuchara y le ofrecí un café. Escuchar a Madonna siempre me ha dado personalidad. Se sentó en el sillón grande mientras el agua hervía y, después de cerrar la puerta, me senté a su lado. (El cerrar la puerta fue un acto más bien simbólico, pues todos los que hayan pasado por la oficina pueden comprobar que, visualmente, no esconde nada). Nos pusimos a hablar de la vida, de los estudios, de los problemas políticos de la universidad… y de pronto, estábamos ahí, frente a frente. Luego de pensarlo largos cero coma siete segundos, le di un beso. Cuando creí que todo mejoraría, me preguntó por el agua. Me paré y apreté el botón para que hirviera. Volví al computador y él se quedó sentado donde mismo. ¿Habrá notado que no me bañé?

El resto del día tuve las típicas clases. La última era con esa profesora nueva. Hace unos días se había excusado por algunas críticas que le habían llegado respecto a su clase. Estábamos tratando de entender su idiolecto cuando alguien preguntó una cosa y ella se complicó para responder otra. Luego, una compañera pidió la palabra y ella la interrumpió sin dejarla terminar. Entonces, pedí la palabra. “Mire… si usted me dice que el lenguaje no es importante porque su clase no es de lenguaje, está equivocada. Porque si usted piensa para sí misma, la vecina canto y hay alguno otros escritores de su gusto, la verdad es que… ¡sí! ¡Nos cuesta concentrarnos y entenderla!”. Salí de la sala y me tiré en el pasto a fumar. Un cigarro.

Volví a la oficina del centro de estudiantes y lo vi de nuevo. Cuando chocaron nuestros ojos, los dos los bajamos. Un rato después, su polola lo abrazaba casi ahogándolo. Me conecté a Messenger y encontré en línea a una amiga y al ex de otra. En eso sonó el teléfono y contesté. Era para mí. La profesora, que desde luego sabía que yo era del centro de estudiantes, me pedía que fuera a hablar a su oficina. Sí, sí, ya voy… obviamente no pensaba ir. Tomé mis cosas, iba saliendo y choqué con la polola del presidente de al lado. Se rió y me pidió disculpas. Hice lo mismo. Camino a la micro, estaba el profesor de los diez minutos de clases. No me dijo nada. Miró su reloj y siguió caminando. Por suerte mi micro pasó pronto. Le mostré el pase al micrero y no me dio boleto. Cuando se lo exigí, no me dijo nada.

- Ya pues, páseme el boleto. Por favor… es su deber… ¿no ve mi pase? ¡Y tiene el sello de este año!

Me aburrí y me bajé de la micro, perdiendo mis ciento diez pesos de pasada. Habíamos avanzado una cuadra. Como justo le tocó la luz roja, le di mi último mensaje…

- ¡Viejo culiao, métete el boleto por la raja, quédate con la gamba, si queri te tiro otra, micrero del orto, son todos unos maricones, juran que llevan animales, pero no, somos personas, y se aprovechan de los estudiantes, como si fuéramos millonarios, resentido social! ¡Viejo culiaoooooo!

Detrás de la micro, venía en su auto “el presidente”, quien había escuchado todo mi discurso.

- ¿Con esa boquita come pan y le da besitos a su mamá? Se rió. ¿Te llevo? me preguntó.

Caminé los cuarenta minutos que había hasta mi casa.

2.8.06

A cruel small talk

Mientras un grupo de chicos y chicas pastorales promueven la representación número 3964647694444819386178 (ponga usted los puntos) de Jesucristo Superstar, dos amigas conversan ya que con la bulla no pueden leer.

A: ¿Cachai que si vieniera alguien de la Chile ahora, se cagaría de la risa de guata de nosotros?
B: ¿Y, qué tiene? Yo encuentro bacán que ellos puedan expresar sus creencias así.
(bla bla bla de que hay que hacer lo que uno quiere sin importar lo que piensen los demás, sobre todo en religión, o sea, paja)
A: Es que te digo esto porque en el fondo a mi me da risa. Como yo no creo… y aunque los respeto, me dan risa.
B: Bueno, esa es otra cosa.
A: Porque si Dios convirtiera el agua en vino, entraría a creer. Y harto.
B: No, en vodka.
A: Sí, tení razón. Y así matamos dos pájaros de un tiro: Dios existe, convierte el agua en vodka, y pa mejor es ruso, así los judíos dejan de hueviar y de matar gente.
B: Pero igual los hueones se irían a Rusia a decir (con voz de idiota) “esta tierra es mía…”
A: Pero filo, morirían congelados luego.

Luego se habla de los campos de concentración en Siberia, que serían “pa morirse”. Lógico, todos los campos de concentración lo son. Pero de frío, no de tortura. Las dos amigas siguen hablando.

Quedan pendientes las mayores guerras que vendrán por el agua, que aparte de ser escasa, será potencialmente vodka.

25.7.06

Así como cantándole a Antonio

Washo saca la mano no te vayas tan rápido que no soy una cualquiera.
Que el alcohol me haya soltado un poco las trenzas no significa que tú me sueltes la ropa.
Espérate un poco que trato de recordar tu nombre y el que te dije para no ser tan sincera.
En las duchas ajenas se levantan muchas sospechas y en los jeeps la cosa no es cómoda pero en público quedo mal yo.
Saca la mano que yo sí quiero pero no contigo ni en este momento.

24.7.06

Llamar a Vincent

- ¿Buenas noches?
- Buenas noches, disculpe que llame a esta hora, la verdad es que no quisiera interrumpirla en lo que esté haciendo, pero tengo que pedir algo con urgencia, y, bueno, ya ve usted, no podía dejar pasar más tiempo, así es que no tuve otra opción que llamar de inmediato, espero que no se moleste.
- ¿Qué quiere?
- Bueno, le cuento, estaba yo a punto de quedarme dormida, pensando en quizás qué cosa, usted sabe, ese punto del sueño cuando usted controla parcialmente la dirección de los pensamientos, el segundo antes de quedarse dormida, bueno, estaba yo en ese momento, cuando de pronto sentí la necesidad de tener un retrato mío, no una foto, sino que una pintura, hecha así, a mano, por alguien que supiera bien cómo se hacen esas cosas.
- ¿Y cómo la ayudo yo?
- ¿Cómo que cómo? ¿No es usted la secretaria de Vincent?
- ¿La qué de quién?
- Secretaria y Vincent.
- Buenas noches, creo que no la puedo ayudar.
- No, no, no me corte, si usted me tiene que ayudar, yo sé que usted tiene contacto con Vincent. No lo puede negar, he pasado por fuera de su estudio, he visto los colores, yo sé que usted trabaja con él, él es el único que puede tener un estudio así.
- Sabe, son las cinco de la mañana, no entiendo nada, y tengo cosas que hacer.
- Pero ayúdeme, ¡necesito una reunión con Vincent!
- Le explico, yo no trabajo como secretaria, en ningún estudio, ni con ningún Vincent. Además, ¿de dónde sacó mi teléfono usted?
- Qué importa, usted me va a ayudar, yo sé, mire, déjele el siguiente mensaje a Vincent, o mejor llámelo ahora, yo sé que a veces no duerme, casi nunca duerme, debe estar pintando, o quizás está mirando por la ventana, por favor, ¡ayúdeme!
- Me tengo que ir a trabajar, buenas noches. Gracias por llamar, de todos modos. Acabo de notar que mi despertador se echó a perder.
- No me corte, en serio, este es el mensaje: Vincent: lo espero a las seis treinta de esta mañana, estaré con un vestido amarillo, afuera de su estudio, para que me pinte con la luz del amanecer. Iré con grandes ojeras y despeinada, no se preocupe por ocultarlo. A cambio ofrezco frascos: de oscuridad, de orejas, de aturdimiento, y cualquier cosa que a usted le haga falta.
- ¿Sabe? Yo no pinto, pero soy cirujana, ¿puedo encargarle un frasco de orejas? Mire que hoy en día la gente se las corta por doquier, o no faltan esos niños que han involucionado y se han ahuecado los lóbulos sin remedio.
- Está bien. ¿Le parece a las seis y media fuera del estudio de Vincent?
- Estupendo, nos vemos.
- Buenos días.

22.7.06

Las Fuentes

Puede que las razones para inventar historias o diálogos no sean más que una: escapar.

Escapar de:
_ la realidad que me aburra
_ la rutina asesina
_ las estructuras que invaden mi mente (sólo para caer en otras)
_ la hipocresía
_ la sinceridad
Y para escapar no sólo de femeninos, podría agregar:
_ el trabajo
_ el aburrimiento
_ los días tristes


Nada nuevo traeré al mundo, sólo pegotes de todo lo ya dicho, de todo lo ya pensado, desde otros que tuvieron mi mismo punto de vista, mi misma forma, mi mismo estilo. Veamos si la humanidad lo ha hecho bien, o no tanto, entrenando a su descendencia en la tarea de renombrar la realidad y hacerla parecer mentira, para así destruirla y no tener puta idea de cómo reconstruirla.